08 febrero, 2006

Claret serrahima, Oscar Guayabero (EL PAÍS - 14-02-2006)

Desde hace un tiempo hay una consigna que se va repitiendo entre nuestros gobernantes. Frente a protestas contra una narcosala, un nuevo centro penitenciario, una nueva línea de alta tensión, un nuevo parque temático, etc., afirman que “se han instalado en la sociedad la cultura del No”. Así, de una tacada se descalifican todas las protestas a la vez. Paralelamente, la existencia de una oposición por parte de Rajoy & Cia, basada en la negación como estrategia, da alas a la fórmula de: “No, es igual a ser reaccionario, es igual a apoyar al Partido Popular” o en el caso de Cataluña también a Convergencia i Unió.

Sorprende que se niegue el poder progresista del No. La izquierda se basa, en multitud de ocasiones, precisamente en decir No. Es complejo ser progresista, hay que negar a menudo los instintos más básicos del individualismo, de los prejuicios, de los ancestrales miedos a la diferencia, del arraigo a la posesión material, etc. El votante de izquierdas es más exigente, lo sabemos. El electorado de derechas se limita a votar y pedir seguridad y beneficios. Siempre dicen si, salvo cuando se habla de libertades.
El no aceptar con la cabeza gacha todo aquello que se intentaba imponer desde la dictadura, mantuvo viva la llama de la democracia durante el franquismo. En la transición, la oposición de los movimientos vecinales a especulaciones urbanísticas fueron verdaderos laboratorios de libertad y centros de formación de actuales cargos públicos. Era un No con pantalones de pana y patillas pobladas, entre el No pacifista a Vietnam, que llegaba desde EEUU y el comprometido “Diguem No” de Raimon.

Decir no es más difícil que asentir, parar aceptar tan sólo hace falta callar. El No es una respuesta incómoda, pero en todo caso, es una de las dos posibles ante cualquier cuestión planteada. Cada No es distinto. No son equiparables los No del túnel Bracons, de la carcel del Catllar, de la narcosala de la Vall d’Ebron o de la línea eléctrica de las Gabarres. Decir No puede ser más constructivo que callar. Negarse al enésimo campo de golf, es en realidad decir si, o al menos decir “se puede hacer de otra forma”. Es una versión a pequeña escala del “otro mundo es posible”. Decir No al AVE por el Eixample es reclamar su paso por el litoral y es decir si al sentido común.

Es curioso que cuando se decía No a la guerra de Irak, ese era un No progresista solidario. También el No al trasvase era positivo, nunca se dijo que las tierras del Ebro estuvieran atrincheradas en la cultura del No. Pero cuando se dijo No a la Constitución Europea, en concreto, No a “esa” constitución, resultó ser un No retrogrado. Es más, en cuanto un par de países dijeron No, se dejaron de hacer consultas a la sociedad. Se negó el valor de ese No y se dijo que sería si o si, con aquella fórmula paternalista de: yo se mejor que vosotros lo que os conviene.

La democracia real es la capacidad de asimilar los No e integrarlos a los proyectos, modificándolos o incluso anulándolos. A veces, como dice el arquitecto y exalcalde de Curitiba, Jaime Lerner hay que escuchar a la gente y “no hacer nada, urgentemente”. Quizás el Sr. Joan Amézaga, alcalde de Tarrega, no esté de acuerdo. En el programa 180º de TV3, de hace unas semanas, replicó así a una persona que le acusaba de no recibir a la plataforma anticarcel: la democracia se trata de que la gente vota cada cuatro años y durante ese tiempo los elegidos hacen lo que les parece más oportuno. En realidad, el fue más grosero pero esta era la síntesis de su argumentación, que soltó sin tan siquiera mirar a la cara a su interlocutor. El tono y la reflexión, que no la gravedad del asunto, sonaban a aquel presidente que nos llevo a guerra por que había ganado las elecciones, quisiéramos o no. Los derechos ganados paso a paso por la sociedad parecen ahora ser un obstáculo irritante que se han de limitar por el bien del progreso.

Esa llamada cultura de No, también tiene otra peyorativa definición "no en el patio de mi casa". Según se dice, todos queremos los beneficios de la sociedad de consumo pero ninguno sus desventajas. Esto no sería en principio recriminable, si seguimos los ejemplos de nuestros mandatarios. La unión europea se ha creado con motivos económicos y todos los países desean las ventajas de pertenecer a ella, pero vemos a menudo nuestros representantes peleándose por un puñado de euros. Cada cual barre lo que puede para su casa.
El argumento de que debemos ser solidarios desarmaría muchas de las protestas locales sino fuera por un detalle. ¿Alguien se ha parado a pensar porque se ubican infraestructuras problemáticas en un lugar y no en otro? ¿Alguien se ha entretenido a dibujar un mapa de cómo se reparten las incineradoras, las nucleares, las narcosalas, los vertederos, etc.? Si lo hiciéramos, descubriríamos unos claros desequilibrios. Tan sólo dos ejemplos: el sur de Catalunya, sufre una sobreexplotación energética importante y las zonas del cuarto cinturón están siendo invadidas por polígonos para dar servicio y trabajo a la gran Barcelona. A menudo, los No, parten de esas zonas castigadas por heridas en su territorio. Es un ¡Basta Ya!, y se plantan ante un nuevo trazado de la variante o en una nueva urbanización, para dejar claro que ya han tenido bastante, que hasta ahí están dispuestos a soportar. Incluso cuando ese No es totalmente insolidario, como cuando algunos padres se niegan a aceptar a niños inmigrantes en sus escuelas, se suele encontrar, si se rasca un poco, una presión local que lleva años minando la moral del barrio. Son Noes indefendibles, pero hay que analizarlos sin caer en tópicos solidarios sacados del manual del progresista de escuela de pago.

¿Se puede hablar de una Cataluña rica y una Cataluña pobre? No estamos seguros y posiblemente el tema merezca una reflexión en profundidad y otro artículo, pero es cierto que el reparto de costos y beneficios, del supuesto progreso, no es equitativo. ¿Cuales son los criterios entonces para ubicar una infraestructura molesta o peligrosa en un lugar determinado? Se dice que crean lugares de trabajo y por tanto se emplazan en zonas donde la falta de empleo es importante. Esa excusa sirve igual para hacer un macro hotel que un cementerio químico, como si los desempleados fueran, a la vez, incapaces de hacer otra cosa que servir cervezas o cavar fosas radiactivas. En realidad los puestos cualificados y bien remunerados son cubiertos por profesionales foráneos.

Dicen, por las tierras del río Gaia, que la última esperanza que les queda es que los políticos elijan su zona para pasar las vacaciones, en lugar de en el Empordà o la Cerdanya. Están convencidos de que entonces se cerraría Vandellós, se detendrían los múltiples macroparques eólicos previstos, se plantearía la degradación de su costa y las nuevas prisiones viajarían al norte del país. No sabemos si tienen razón, pero está claro que la distribución de las molestias, los peligros y los impactos ambientales no están repartidos por igual. ¿Hay que callar y asentir? Tal como dice el conocido anuncio: pues va a ser que No.