Andamos por el enésimo capítulo del culebrón del aeropuerto de El Prat. Si en alguna cosa se ponen de acuerdo los políticos de todas las formaciones parlamentarias catalanas, con los empresarios jaleándolos al unísono, es en decir que El Prat debe ser un centro de vuelos internacionales. Los expertos le llaman hub, es decir, un centro donde se realizan transferencias entre vuelos transoceánicos. Todo suena tan cosmopolita que cuesta creer que haya quien defienda a unos cuantos patos, cuatro huertos del delta del Llobregrat y tres vecinos quejicas por el ruido. Ahora, el gran tema de país es pedir la transferencia de la gestión de El Prat, es un acto de afirmación nacional. En realidad, los defensores de la T4 como único enlace internacional de primera categoría en el Estado, hacen lo mismo pero en dirección contraria.
Bien, ¿y si alguien se siente muy, pero que muy catalán, pero aborrece los aviones, es un mal patriota? Nos sorprende que se dé por inevitable que el único modelo de prosperidad de Barcelona y por extensión de Cataluña sea a través de tener más vuelos cada día. En realidad, esa es la dinámica en buena parte del planeta, así que no vamos a ser menos. Si no deseamos más que seguir la tendencia general, El Prat debería crecer hasta llegar hasta Sitges. La cuestión es evaluar qué beneficios nos trae ese transporte como panacea de nuestra economía, de nuestra vida. Algunos dirán que hace unos años nos hubiéramos dado con un canto en los dientes por vivir con una ciudad tan visitada como la actual Barcelona. Quizá sea cierto, ya decía Truman Capote que la peor desgracia que te puede caer es que se cumplan tus deseos. Deseábamos una ciudad hub y ya la tenemos, o al menos estamos en camino.
Bien, pero recapitulemos, los aviones también generan unos efectos negativos; vamos a enumerar algunos: contaminación medioambiental extrema (un viaje de París a Miami en avión contamina tanto como un coche durante un año usándolo todos los días); contaminación sonora (un jet al despegar genera 140 decibelios, y el nivel perjudicial para el oído humano se encuentra alrededor de los 90 decibelios); desaparición de espacios naturales (los aeropuertos suelen ubicarse en zonas no pobladas, es decir, con un presumible valor natural). Aún hay otros efectos colaterales; ahora ya no se viaja, sino que nos trasladamos de un lugar a otro. En un par de horas podemos estar en la mayoría de las capitales europeas por precios irrisorios. Por poco más estamos en cualquier ciudad remota. Este es uno de los principales componentes de la globalización. Por un lado, eso produce un turismo intensivo en lugares donde se mantenía un cierto equilibrio entre la actividad humana y el entorno. Por otro, la deslocalización industrial es posible porque los ejecutivos pueden ir a revisar la producción en pocas horas de viaje. Y que no se diga que los Médicos sin Fronteras llegan así a cualquier rincón en guerra, porque es muy posible que detrás del conflicto bélico haya bombardeos aéreos, vuelos secretos de la CIA o el interés por los carburantes. Sería cierto pero frívolo decir que el 11-S no hubiera sido posible sin aviones, pero quizá los atentados tengan mucho que ver con la idea de un mundo global a golpe de avión. Y aún otra cosa, nos han robado el cielo azul. Pocas veces podemos mirar "el azul sobre nuestras cabezas" que Proust reclamaba como lo único importante, sin encontrarnos con las trazas de aviones cruzándose una y otra vez.
Como siempre, la culpa no la tiene el medio, sino el uso que le damos. Que podamos volar por un precio poco mayor que una cena a cualquier rincón del planeta para pasar un fin de semana, no nos obliga a hacerlo. Viajar abre horizontes culturales y quita manías egopatrióticas, pero viajar es también vivir el trayecto, sufrir las vicisitudes del camino, reconocer los lugares por donde pasamos. Pasar a reacción por Australia no nos convierte en exploradores. La idea del mundo como un gran catálogo turístico está destruyendo culturas, degradando entornos y unificando paisajes. La literatura de viajes está repleta de pequeños trayectos a pie, de grandes viajes a caballo, camello, canoa o tren. Pocos ejemplos hay de viajeros de avión, puesto que son poco más que ascensores horizontales.
Estamos metidos hasta las orejas en un modelo de progreso basado en el crecimiento económico y casi nadie cae en la cuenta de que crecer de forma ilimitada, en un mundo que es finito por naturaleza, es sencillamente imposible. Esos intrépidos ejecutivos que parecen vivir en un eterno jet lag son la pura imagen del progreso, hoy Pekín, mañana Nueva York, durmiendo en París y cerrando un trato en Kuwait. Esos negocios suponen un dispendio medioambiental que no nos podemos permitir. Los cínicos dirán que Al Gore es un oportunista, y quizá sea cierto, pero ¿se deja de calentar el planeta si demostramos que su ecologismo es falso? Otros dirán que los estudios no son concluyentes, que no se puede demostrar que el calentamiento sea cosa nuestra. Después de la última reunión de París es difícil sostener esa teoría, pero aunque así fuera ¿poner en duda su irrefutabilidad frenará la desertización?
Un vuelo a Londres por el que pagamos 10 euros nos cuesta muchísimo más. En primer lugar, porque con nuestros impuestos subvencionamos el carburante a través de ayudas a las empresas que lo extraen, lo refinan y lo transportan. También pagamos por las infraestructuras, desde las pistas de aterrizaje hasta el autobús que nos lleva al aeropuerto, pagamos también la I + D de la industria aeroespacial, pagamos incluso los derechos de vuelo por otros países. Así, ya no parecen tan económicas las compañías low cost, pero además, lo que pagamos con cada vuelo es una cantidad importante de capital natural, en calidad de aire, en calentamiento global, etcétera. Y ese es un capital que ya nunca recuperaremos. Y total para ir a ciudades que veremos en 48 horas como quien mira un documental, sin vivirlas realmente, y que además cada vez se parecen más entre ellas, sin hablar de los centros vacacionales que se clonan desde Cancún hasta Indonesia, de Malí a Lloret.
No todos tenemos la voluntad de Josep Maria Espinàs para recorrer a pie el territorio, pero vale la pena plantearse si de tanto volar no habremos perdido la esencia del viaje en la consigna de cualquier aeropuerto. Exijamos la gestión de El Prat, pero mesuremos qué efecto tendrá sobre la ciudad: más turistas, más congresos, más ferias, más cumbres. Y de paso, pensemos qué efecto tendrá tanto queroseno sobre el frágil pero importantísimo ecosistema de los humedales del Llobregat. Quizá vale la pena coger otro tren, ya saben.