30 marzo, 2007

Aeropuertos de pensamiento único

Claret Serrahima, Oscar Guayabero (El País el 05,04,07)

Andamos por el enésimo capítulo del culebrón del aeropuerto de El Prat. Si en alguna cosa se ponen de acuerdo los políticos de todas las formaciones parlamentarias catalanas, con los empresarios jaleándolos al unísono, es en decir que El Prat debe ser un centro de vuelos internacionales. Los expertos le llaman hub, es decir, un centro donde se realizan transferencias entre vuelos transoceánicos. Todo suena tan cosmopolita que cuesta creer que haya quien defienda a unos cuantos patos, cuatro huertos del delta del Llobregrat y tres vecinos quejicas por el ruido. Ahora, el gran tema de país es pedir la transferencia de la gestión de El Prat, es un acto de afirmación nacional. En realidad, los defensores de la T4 como único enlace internacional de primera categoría en el Estado, hacen lo mismo pero en dirección contraria.

Bien, ¿y si alguien se siente muy, pero que muy catalán, pero aborrece los aviones, es un mal patriota? Nos sorprende que se dé por inevitable que el único modelo de prosperidad de Barcelona y por extensión de Cataluña sea a través de tener más vuelos cada día. En realidad, esa es la dinámica en buena parte del planeta, así que no vamos a ser menos. Si no deseamos más que seguir la tendencia general, El Prat debería crecer hasta llegar hasta Sitges. La cuestión es evaluar qué beneficios nos trae ese transporte como panacea de nuestra economía, de nuestra vida. Algunos dirán que hace unos años nos hubiéramos dado con un canto en los dientes por vivir con una ciudad tan visitada como la actual Barcelona. Quizá sea cierto, ya decía Truman Capote que la peor desgracia que te puede caer es que se cumplan tus deseos. Deseábamos una ciudad hub y ya la tenemos, o al menos estamos en camino.

Bien, pero recapitulemos, los aviones también generan unos efectos negativos; vamos a enumerar algunos: contaminación medioambiental extrema (un viaje de París a Miami en avión contamina tanto como un coche durante un año usándolo todos los días); contaminación sonora (un jet al despegar genera 140 decibelios, y el nivel perjudicial para el oído humano se encuentra alrededor de los 90 decibelios); desaparición de espacios naturales (los aeropuertos suelen ubicarse en zonas no pobladas, es decir, con un presumible valor natural). Aún hay otros efectos colaterales; ahora ya no se viaja, sino que nos trasladamos de un lugar a otro. En un par de horas podemos estar en la mayoría de las capitales europeas por precios irrisorios. Por poco más estamos en cualquier ciudad remota. Este es uno de los principales componentes de la globalización. Por un lado, eso produce un turismo intensivo en lugares donde se mantenía un cierto equilibrio entre la actividad humana y el entorno. Por otro, la deslocalización industrial es posible porque los ejecutivos pueden ir a revisar la producción en pocas horas de viaje. Y que no se diga que los Médicos sin Fronteras llegan así a cualquier rincón en guerra, porque es muy posible que detrás del conflicto bélico haya bombardeos aéreos, vuelos secretos de la CIA o el interés por los carburantes. Sería cierto pero frívolo decir que el 11-S no hubiera sido posible sin aviones, pero quizá los atentados tengan mucho que ver con la idea de un mundo global a golpe de avión. Y aún otra cosa, nos han robado el cielo azul. Pocas veces podemos mirar "el azul sobre nuestras cabezas" que Proust reclamaba como lo único importante, sin encontrarnos con las trazas de aviones cruzándose una y otra vez.

Como siempre, la culpa no la tiene el medio, sino el uso que le damos. Que podamos volar por un precio poco mayor que una cena a cualquier rincón del planeta para pasar un fin de semana, no nos obliga a hacerlo. Viajar abre horizontes culturales y quita manías egopatrióticas, pero viajar es también vivir el trayecto, sufrir las vicisitudes del camino, reconocer los lugares por donde pasamos. Pasar a reacción por Australia no nos convierte en exploradores. La idea del mundo como un gran catálogo turístico está destruyendo culturas, degradando entornos y unificando paisajes. La literatura de viajes está repleta de pequeños trayectos a pie, de grandes viajes a caballo, camello, canoa o tren. Pocos ejemplos hay de viajeros de avión, puesto que son poco más que ascensores horizontales.

Estamos metidos hasta las orejas en un modelo de progreso basado en el crecimiento económico y casi nadie cae en la cuenta de que crecer de forma ilimitada, en un mundo que es finito por naturaleza, es sencillamente imposible. Esos intrépidos ejecutivos que parecen vivir en un eterno jet lag son la pura imagen del progreso, hoy Pekín, mañana Nueva York, durmiendo en París y cerrando un trato en Kuwait. Esos negocios suponen un dispendio medioambiental que no nos podemos permitir. Los cínicos dirán que Al Gore es un oportunista, y quizá sea cierto, pero ¿se deja de calentar el planeta si demostramos que su ecologismo es falso? Otros dirán que los estudios no son concluyentes, que no se puede demostrar que el calentamiento sea cosa nuestra. Después de la última reunión de París es difícil sostener esa teoría, pero aunque así fuera ¿poner en duda su irrefutabilidad frenará la desertización?

Un vuelo a Londres por el que pagamos 10 euros nos cuesta muchísimo más. En primer lugar, porque con nuestros impuestos subvencionamos el carburante a través de ayudas a las empresas que lo extraen, lo refinan y lo transportan. También pagamos por las infraestructuras, desde las pistas de aterrizaje hasta el autobús que nos lleva al aeropuerto, pagamos también la I + D de la industria aeroespacial, pagamos incluso los derechos de vuelo por otros países. Así, ya no parecen tan económicas las compañías low cost, pero además, lo que pagamos con cada vuelo es una cantidad importante de capital natural, en calidad de aire, en calentamiento global, etcétera. Y ese es un capital que ya nunca recuperaremos. Y total para ir a ciudades que veremos en 48 horas como quien mira un documental, sin vivirlas realmente, y que además cada vez se parecen más entre ellas, sin hablar de los centros vacacionales que se clonan desde Cancún hasta Indonesia, de Malí a Lloret.

No todos tenemos la voluntad de Josep Maria Espinàs para recorrer a pie el territorio, pero vale la pena plantearse si de tanto volar no habremos perdido la esencia del viaje en la consigna de cualquier aeropuerto. Exijamos la gestión de El Prat, pero mesuremos qué efecto tendrá sobre la ciudad: más turistas, más congresos, más ferias, más cumbres. Y de paso, pensemos qué efecto tendrá tanto queroseno sobre el frágil pero importantísimo ecosistema de los humedales del Llobregat. Quizá vale la pena coger otro tren, ya saben.

13 marzo, 2007

Ha mort el cartellisme?


Claret Serrahima, Oscar Guayabero (Avui, 13 de març)

En els darrers dies alguns mitjans de comunicació s'han fet ressò d'una manca de qualitat en alguns cartells que difonen esdeveniments com festes majors de barris, Carnestoltes, etc. En aquesta ocasió es van fixar en iniciatives públiques, però si ho féssim en les privades obtindríem idèntics resultats, si no pitjors. Ja fa temps que observem amb preocupació el mal estat de salut d'un suport gràfic tan important com el cartellisme. La història del segle XX es pot resseguir mitjançant els cartells. Ja siguin de propaganda política o comercials, fets per artistes, il·lustradors o dissenyadors, els cartells tenen una entitat que els situa com la peça més emblemàtica de la comunicació gràfica.

El Modernisme va ser tan conegut pels seus edificis i mobles com pels cartells de les exposicions que els mostraven. El cartell d'I want you, amb l'oncle Sam apuntant-nos amb el dit, és una icona de les guerres, tan potent com les fotografies de Robert Capa. Si ens anomenen la Segona República, una de les primeres imatges que ens vindran al cap és el cartell de No passaran o qualsevol del recentment desaparegut Carles Fontserè. Els cartells del Maig del 68 marquen un canvi social. El punk va ser present en l'imaginari col·lectiu a partir dels cartells de concerts dels Sex Pistols. En fi, els exemples són incomptables.

Així doncs, per què el cartell no té ara el mateix pes? Per una banda, la comunicació s'ha fet més complexa. Sovint es necessita una campanya, més enllà d'un sol cartell. La lluita de reclams visuals a la ciutat demana altres solucions: un eslògan, un espot, anuncis en sèrie, etc. És normal que sigui així i, per exemple, les Festes de la Mercè ja fa uns anys que basen la seva comunicació en una campanya de publicitat i el cartell ha estat relegat a un paper simbòlic. Alhora, els suports propis dels cartells han estat capitalitzats per agències de publicitat: opis (aquests suports il·luminats de les parades d'autobús), banderoles, tanques, etc. La presència dels dissenyadors gràfics en aquests suports és residual. Això vol dir que el cartell desapareix? No ben bé, però una tanca publicitària no es fonamenta en els mateixos paràmetres que un cartell. L'ús tipogràfic, per exemple, és completament diferent i tota la peça està al servei d'una estratègia més gran, que és el concepte general de la campanya.

Tanmateix, ciutats com París han reglamentat que una de les cares dels opis es reservi a promoure esdeveniments culturals. D'aquí ha sorgit un camp d'experimentació gràfica força interessant. Aquí tenim les banderoles dels fanals, que sent un suport suggerent no fan les funcions de cartell, pels sistemes de producció i, sobretot, per la distància de lectura. A més, les banderoles estan pensades per mirar-les des del cotxe. En una ciutat que vol ser sostenible potser caldria abaixar la velocitat de lectura.

Es busquen bons clients i nous suports

Des dels inicis de la democràcia, l'Ajuntament de Barcelona ha estat un motor d'innovació gràfica i entitats privades hi han anat a remolc. És una de les seves tasques, apujar el llistó de la qualitat, sigui dels cartells, de la construcció o del que toqui en cada moment. Però avui l'Ajuntament no sempre és un bon referent on emmirallar-se. Cal posar interlocutors vàlids en les institucions que sàpiguen fer encàrrecs i valorar resultats.

Buscant l'èxit, les institucions encarreguen cartells a artistes de renom. Sovint, però, es despreocupen de si el cartell és adequat. La firma el fa bo. Els resultats són força irregulars. Hi ha casos reeixits, com els cartells d'Antoni Tàpies, exposats fins fa poc a la seva fundació, o els de Joan Brossa. Però també n'hi ha molts de menys afortunats. Sembla que una bona solució és fer parelles, entre dissenyadors i artistes, perquè el factor comunicacional del cartell no es perdi en el treball plàstic. I el mateix podríem dir dels cartells fets per il·lustradors. Sigui com sigui, el que és imprescindible és tenir un bon client, valent però amb criteri, que es deixi aconsellar pels professionals i que no caigui en els tòpics.

La música és un dels pocs refugis on els dissenyadors encara són els autors dels cartells promocionals. Les columnes anunciadores, popularment conegudes com pirulís, són un suport publicitari molt efímer on la velocitat de superposició de cartells obliga a substituir-los molt sovint. Malgrat tot, darrerament i amb les estrictes ordenances que impedeixen col·locar cartells en cap altre lloc, és on s'acostumen a veure les propostes gràfiques més interessants.

Si durant el segle XX haguéssim tingut les restriccions actuals, recordaríem ara aquell cartell on una espardenya trepitja la creu gammada del feixisme? Fa pensar, oi?